Ir a Coney Island es volver a mi niñez, es pensar en mi madre, en las reuniones familiares sobre la arena de la playa, entre gaviotas y un sol ardiente. Entonces no conocía las playas caribeñas y me bastaba las aguas frías y oscuras del atlántico. Nada superaba el tener una familia grande, todas residentes en Brooklyn, cerca para cualquier festividad o salida dominguera.
Recorriendo la arena con mi hermano no pude evitar pensar en las fotos que guarda mi madre, las cuales fueron tomadas en los ochenta, cuando mi cabello era amarillo y mis mejores amigas eran mis primas Jackie y Jenny, con quienes hoy hablo y veo poco. Entonces compartía una habitación con mi hermano y a mi madre la veía en las tardes, cuando llegaba de un largo día de trabajo en una fábrica de sombreros. Las pocas horas que compartíamos durante la semana era compensadas con los sábados y domingos en que todo su tiempo era dedicado a nosotros. Estaba muy chica como para recordar en que consistía cada fin de semana pero recuerdo eso, su compañía los fines de semana, los purés de papa para el almuerzo y las horas frente al televisor viendo la lucha libre con mi padre. Al final son esas pequeñas cosas que quedan, aquellos momentos en que uno siente más amor y es más feliz. Por tal motivo Coney Island es un lugar especial para mi. De todas las veces que visité su playa y parque, recuerdo la risa de mi tío y el abrazo de mi madre mientras montábamos unos de los juegos de Astroland Park. Aunque no recuerdo con exactitud mis visitas a Coney Island, el caminar el boardwalk, sentarme en la arena u observar el carrusel es sentirme en casa, es regresar a esa parte de mi que pertenence a ese condado que me vio nacer y donde aprendí mis primeras palabras, tanto en inglés como en español, es pensar en el sacrificio de mis padres por querer brindarnos un futuro mejor. Ver a los niños jugando en Astroland es verme a mi misma, años atrás cuando un parque de diversión era la gloria para quien se pasaba la mayor parte del año entre las paredes de un apartamento y su escuela.
Hoy día, el parque de Coney Island aún tiene la mayoría de los juegos y atracciones que existieron durante mi niñez; aún están las motocicletas y el carrusel de las fotos que guarda mi madre. El Cyclon y el Wonder Wheel están ahí desde los años veinte y constituyen parte de la historia de Brooklyn. El tiempo ha desteñido los colores de los juegos, las luces y letreros forman parte de una época pasada, nada parecido a los parques modernos y lujusos pero, ahí radica el encanto de Coney Island, un lugar que ha sobrevivido los cambios de la modernización y el capitalismo para permanecer algo intacto, detenido en la memoria de quienes crecieron junto a él y lo visitaron cada verano, considerándolo entonces como un pedacito de cielo.
Recorriendo la arena con mi hermano no pude evitar pensar en las fotos que guarda mi madre, las cuales fueron tomadas en los ochenta, cuando mi cabello era amarillo y mis mejores amigas eran mis primas Jackie y Jenny, con quienes hoy hablo y veo poco. Entonces compartía una habitación con mi hermano y a mi madre la veía en las tardes, cuando llegaba de un largo día de trabajo en una fábrica de sombreros. Las pocas horas que compartíamos durante la semana era compensadas con los sábados y domingos en que todo su tiempo era dedicado a nosotros. Estaba muy chica como para recordar en que consistía cada fin de semana pero recuerdo eso, su compañía los fines de semana, los purés de papa para el almuerzo y las horas frente al televisor viendo la lucha libre con mi padre. Al final son esas pequeñas cosas que quedan, aquellos momentos en que uno siente más amor y es más feliz. Por tal motivo Coney Island es un lugar especial para mi. De todas las veces que visité su playa y parque, recuerdo la risa de mi tío y el abrazo de mi madre mientras montábamos unos de los juegos de Astroland Park. Aunque no recuerdo con exactitud mis visitas a Coney Island, el caminar el boardwalk, sentarme en la arena u observar el carrusel es sentirme en casa, es regresar a esa parte de mi que pertenence a ese condado que me vio nacer y donde aprendí mis primeras palabras, tanto en inglés como en español, es pensar en el sacrificio de mis padres por querer brindarnos un futuro mejor. Ver a los niños jugando en Astroland es verme a mi misma, años atrás cuando un parque de diversión era la gloria para quien se pasaba la mayor parte del año entre las paredes de un apartamento y su escuela.
Hoy día, el parque de Coney Island aún tiene la mayoría de los juegos y atracciones que existieron durante mi niñez; aún están las motocicletas y el carrusel de las fotos que guarda mi madre. El Cyclon y el Wonder Wheel están ahí desde los años veinte y constituyen parte de la historia de Brooklyn. El tiempo ha desteñido los colores de los juegos, las luces y letreros forman parte de una época pasada, nada parecido a los parques modernos y lujusos pero, ahí radica el encanto de Coney Island, un lugar que ha sobrevivido los cambios de la modernización y el capitalismo para permanecer algo intacto, detenido en la memoria de quienes crecieron junto a él y lo visitaron cada verano, considerándolo entonces como un pedacito de cielo.
Fotos tomadas por Joanne (salvo la primera, claro). Mas fotos de Coney Island en http://www.flickr.com/photos/barcarola/sets/72157594273896173/