Rafa había preparado todo para salir: confirmó con su amigo y dos chicas que los acompañarían, reservadas las sillas y una botella de coñac en el bar. Todo estaba previsto para que aquella fuera una de las tantas noches donde la música, los tragos, y los amigos se fundían en fiestas desenfrenadas que luego iban a parar en el olvido, salvo que fuese rescatada por alguna mujer que la convertiría en el preludio de una relación inevitablemente temporal; una noche más cuyo único fin era embriagarse hasta más no poder y deambular como perros callejeros en busca de saciar su más primitiva necesidad. Caminó hacia el único espejo de la habitación para fijarse en el cuerpo que, después de una ducha caliente, seguía ardiente y húmedo.
La cama se encontraba desatendida como siempre y sobre ella, sábanas que un par de días antes habían sido estrujadas por cuerpos ajenos y sudores mezclados con los suyos; en una esquina la ropa de varios días que acumulada comenzaba a emanar un olor desagradable y aparentemente imperceptible para él; su colección de cd’s tirados sobre una vieja mesa que hace de escritorio; las ventanas vestidas de toallas color azul marino, sujetas a la pared por clavos en los extremos superiores, mientras que las paredes se encontraban desnudas, sin rastro de vida o color, salvo por un pequeño portarretrato con la imagen algo borrosa de Jesucristo, el cual había sido un regalo de su madre; y, sobre la cómoda de madera comprimida, un televisor que ocupaba, casi en su totalidad, una de las paredes laterales.
Hasta esa noche, Rafa nunca se había detenido por nada ni por nadie. No permitía el sentirse fatigado (o al menos no lo mostraba ante los demás) y mantenía su vida en constante movimiento, como si temiera interrumpirla al detenerse. Por ello se dejaba consumir por largas horas de trabajo y tomaba sólo las necesarias para dormir. Su vida era el ahora, el hoy, ese preciso instante en respiraba con la boca abierta, de manera profunda y como si le faltase el aire. Ese pequeño detalle pasaba desapercibido por él ya que estaba acostumbrado a los fuertes gemidos provocados por cada bocanada de aire, sin embargo, le fue inevitable notar la extraña y repentina pesadez que lo embargaba.
Se sentó sobre su sillón de cuero negro con la idea de que cinco minutos eran suficientes para recuperar las fuerzas a fin de vestirse y seguir con su cita; sin embargo, esa noche todo se detuvo en el instante en que una inexplicable fuerza se sobrepuso a su ánimo y a su cuerpo, obligándole a permanecer estático y a contemplar por primera vez el vacío.
Se fijó en lo abultado que estaba su estómago, en los vellos blancos que se habían sumado a su pecho y en lo minúsculo y exiguo que se veía su miembro encogido. Le espantó su propia vejez y se molestó al pensar que no bastaba el brillo que se iba formando en la parte superior de su cabeza, allí donde una vez hubo una melena negra extensa, sino que para colmo tenía que soportar los achaques de viejos panzudos incapaces de echar un polvo. Se negaba a aceptar aproximación alguna a una vida senil y consideraba, además, estar en pleno apogeo, sobrando mujeres para confirmarlo.
Harto de pensamientos y temores estúpidos quiso pararse del sillón pero esto resultó en un esfuerzo fútil al sentir náuseas y escalofríos. De repente, de la nada surgieron imágenes inconexas y sin sentido. Una tras otra desfilaron mujeres con las que había pasado una noche, una semana, unas horas: Ana, la del cabello de tinte rubio y de ojos y cejas negras que invitó a salir sólo a causa de un juego de dados que terminó mal; Beatriz, la de la risa estrepitosa y labios tiernos que disfrutó por dos semanas hasta que conoció a Teresa, la mujer de la lavandería que mantuvo entretenida por largos meses hasta que ésta se hartó de lavar su ropa y esperar sus llamadas; Diana, la mujer de interminable pasiones siempre insatisfecha; Mercedes, la que casi supo conquistarlo pero la dejó esperando una tarde, sin jamás una llamada o un por qué... Y así siguieron marchando mujeres (algunas cuyos nombres no recordaba) o retazos de lo vivido con ellas, como una buena botella de vino, el personaje de alguna película compartida; el concierto de piano que poco le interesaba pero cuya invitación prometía acceso a un escote que desde mucho antes le perturbaba; las piernas de una, los ojos o espaldas de otra, hasta el punto de parecer un baile de trozos de cuerpos femeninos que se movían a compás de una sinfonía que el desconocida. Oscureció de pronto y escuchó la voz de su madre “Rafa, ¿Cuándo vas a hacer algo con tu vida?” Seguido de esto, la imagen de un niño que corría entre hojas secas que saltaban a su paso, con el viento enredándose en los cabellos que casi tocaban sus hombros, las mejillas y la nariz rosadas, los labios quebrados por el frío pero con una enorme sonrisa que por momentos revelaba el hueco entre sus dientes. Luego, el mismo niño lloraba y ya no se encontraba rodeado de árboles sino de una noche feroz, una penumbra habitada de voces y ecos, de pasos que parecían venir de todas partes, y sobre él, un plenilunio que le daba más miedo que consuelo. El niño largó un grito que sacó a Rafa de su delirio y lo devolvió a la realidad que se antojaba completamente confusa.
Rafa no alcanzaba a comprender qué sucedía pero el temor de lo que pudo o podía ocurrir lo sacudió y enervó de tal modo que sólo logró llorar. Lloró como nunca antes lo había hecho, con la misma intensidad y ganas con que se había aferrado al cuerpo de esas mujeres, lloró hasta sentirse los ojos hinchados a punto de estallar, como si su cuerpo se hubiese transmutado en otro, como si fuese otro ser incapaz de cargar con su propio peso y conciencia, otro que cuestionaba cómo había llegado hasta allí, a aquella habitación de largos silencios que había ignorado hasta entonces.
Sin pensarlo, Rafa cayó de rodillas al sentir un punzón en el pecho, un invisible pero profundo zarpazo que lo dejó mudo, sin la posibilidad de pedir auxilio y obligándolo a arrastrarse por el suelo como un insecto. El dolor opresivo del pecho se trasladó a su espalda. El sudor corría por todo su cuerpo mientras se esforzaba vanamente por mantener el fluir del aire en sus pulmones. En cuestión de segundos, todo dolor y desasosiego se transformó en una agradable levedad y tranquilidad. Se fijó en la tristeza del bombillo que tímidamente alumbraba aquel cuarto y pensó, “Quizás debí abrir más a menudo las ventanas”.
La cama se encontraba desatendida como siempre y sobre ella, sábanas que un par de días antes habían sido estrujadas por cuerpos ajenos y sudores mezclados con los suyos; en una esquina la ropa de varios días que acumulada comenzaba a emanar un olor desagradable y aparentemente imperceptible para él; su colección de cd’s tirados sobre una vieja mesa que hace de escritorio; las ventanas vestidas de toallas color azul marino, sujetas a la pared por clavos en los extremos superiores, mientras que las paredes se encontraban desnudas, sin rastro de vida o color, salvo por un pequeño portarretrato con la imagen algo borrosa de Jesucristo, el cual había sido un regalo de su madre; y, sobre la cómoda de madera comprimida, un televisor que ocupaba, casi en su totalidad, una de las paredes laterales.
Hasta esa noche, Rafa nunca se había detenido por nada ni por nadie. No permitía el sentirse fatigado (o al menos no lo mostraba ante los demás) y mantenía su vida en constante movimiento, como si temiera interrumpirla al detenerse. Por ello se dejaba consumir por largas horas de trabajo y tomaba sólo las necesarias para dormir. Su vida era el ahora, el hoy, ese preciso instante en respiraba con la boca abierta, de manera profunda y como si le faltase el aire. Ese pequeño detalle pasaba desapercibido por él ya que estaba acostumbrado a los fuertes gemidos provocados por cada bocanada de aire, sin embargo, le fue inevitable notar la extraña y repentina pesadez que lo embargaba.
Se sentó sobre su sillón de cuero negro con la idea de que cinco minutos eran suficientes para recuperar las fuerzas a fin de vestirse y seguir con su cita; sin embargo, esa noche todo se detuvo en el instante en que una inexplicable fuerza se sobrepuso a su ánimo y a su cuerpo, obligándole a permanecer estático y a contemplar por primera vez el vacío.
Se fijó en lo abultado que estaba su estómago, en los vellos blancos que se habían sumado a su pecho y en lo minúsculo y exiguo que se veía su miembro encogido. Le espantó su propia vejez y se molestó al pensar que no bastaba el brillo que se iba formando en la parte superior de su cabeza, allí donde una vez hubo una melena negra extensa, sino que para colmo tenía que soportar los achaques de viejos panzudos incapaces de echar un polvo. Se negaba a aceptar aproximación alguna a una vida senil y consideraba, además, estar en pleno apogeo, sobrando mujeres para confirmarlo.
Harto de pensamientos y temores estúpidos quiso pararse del sillón pero esto resultó en un esfuerzo fútil al sentir náuseas y escalofríos. De repente, de la nada surgieron imágenes inconexas y sin sentido. Una tras otra desfilaron mujeres con las que había pasado una noche, una semana, unas horas: Ana, la del cabello de tinte rubio y de ojos y cejas negras que invitó a salir sólo a causa de un juego de dados que terminó mal; Beatriz, la de la risa estrepitosa y labios tiernos que disfrutó por dos semanas hasta que conoció a Teresa, la mujer de la lavandería que mantuvo entretenida por largos meses hasta que ésta se hartó de lavar su ropa y esperar sus llamadas; Diana, la mujer de interminable pasiones siempre insatisfecha; Mercedes, la que casi supo conquistarlo pero la dejó esperando una tarde, sin jamás una llamada o un por qué... Y así siguieron marchando mujeres (algunas cuyos nombres no recordaba) o retazos de lo vivido con ellas, como una buena botella de vino, el personaje de alguna película compartida; el concierto de piano que poco le interesaba pero cuya invitación prometía acceso a un escote que desde mucho antes le perturbaba; las piernas de una, los ojos o espaldas de otra, hasta el punto de parecer un baile de trozos de cuerpos femeninos que se movían a compás de una sinfonía que el desconocida. Oscureció de pronto y escuchó la voz de su madre “Rafa, ¿Cuándo vas a hacer algo con tu vida?” Seguido de esto, la imagen de un niño que corría entre hojas secas que saltaban a su paso, con el viento enredándose en los cabellos que casi tocaban sus hombros, las mejillas y la nariz rosadas, los labios quebrados por el frío pero con una enorme sonrisa que por momentos revelaba el hueco entre sus dientes. Luego, el mismo niño lloraba y ya no se encontraba rodeado de árboles sino de una noche feroz, una penumbra habitada de voces y ecos, de pasos que parecían venir de todas partes, y sobre él, un plenilunio que le daba más miedo que consuelo. El niño largó un grito que sacó a Rafa de su delirio y lo devolvió a la realidad que se antojaba completamente confusa.
Rafa no alcanzaba a comprender qué sucedía pero el temor de lo que pudo o podía ocurrir lo sacudió y enervó de tal modo que sólo logró llorar. Lloró como nunca antes lo había hecho, con la misma intensidad y ganas con que se había aferrado al cuerpo de esas mujeres, lloró hasta sentirse los ojos hinchados a punto de estallar, como si su cuerpo se hubiese transmutado en otro, como si fuese otro ser incapaz de cargar con su propio peso y conciencia, otro que cuestionaba cómo había llegado hasta allí, a aquella habitación de largos silencios que había ignorado hasta entonces.
Sin pensarlo, Rafa cayó de rodillas al sentir un punzón en el pecho, un invisible pero profundo zarpazo que lo dejó mudo, sin la posibilidad de pedir auxilio y obligándolo a arrastrarse por el suelo como un insecto. El dolor opresivo del pecho se trasladó a su espalda. El sudor corría por todo su cuerpo mientras se esforzaba vanamente por mantener el fluir del aire en sus pulmones. En cuestión de segundos, todo dolor y desasosiego se transformó en una agradable levedad y tranquilidad. Se fijó en la tristeza del bombillo que tímidamente alumbraba aquel cuarto y pensó, “Quizás debí abrir más a menudo las ventanas”.
Me gustó este relato. Me gusta mucho también tu blog, te he visitado varias veces pero nunca había dejado un mensaje.
ResponderEliminarHasta la próxima visita.
Gracias Marie por la visita y el comentario. Espero seguir escribiendo para que sigas pasando por aquí.
ResponderEliminarSaludos,
Joanne
Hola...
ResponderEliminarEstoy de pasadita por la web y me encuentro con tu blog. Aprecio la calidad de tu prosa. Espero pasar seguido y nos leamos, si además te gusta la poesía, por supuesto :D
Saludos...
y un FELIZ AÑO NUEVO...!!!
Uf, cuántos viven de esa manera, cuántos no tienen una segunda oportunidad. Me gustó tu prosa.
ResponderEliminarFeliz Año Nuevo, J, y seguirémonos encontrándonos.
Un abrazo
Hola Jorge,
ResponderEliminarGracias por la visita. Ya pasaré a visitarte.
Saludos y feliz año a ti también.
Joanne
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Hola querida Laura,
Espero que te encuentres bien. Desde aqui te envío un abrazote.
Joanne
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Hola Karen,
Qué gusto verte por aqui. Espero que te encuentres bien por allá en España. Feliz añ nuevo!
Besos,
Joanne