Fue inevitable no pensar en mi abuelo al escuchar anoche la noticia de la muerte del señor Peter Jennings. Jennings, el reportero del canal ABC por más de veinte años, murió debido a un cáncer en los pulmones. Mi abuelo tuvo el mismo destino. Ambos, ex-fumadores excesivos, fueron preso de una enfermedad que, al descubrirse, acabó con su vida tres meses después.
Puedo imaginarme el dolor y la sorpresa de la familia de un reportero que, hasta hace poco, aparentemente se encontraba en buen estado de salud. Recuerdo la última vez que vi a mi abuelo de pie. Fue un sábado en la mañana cuando, antes de irse al aeropuerto, pasó por mi casa a despedirse de mi familia. Viajaba a Nueva York a visitar a sus hijos. Hasta entonces, los únicos malestares que había tenido no pasaban de ser achaques comunes de la edad y alguna que otra gripe. Apenas llegó a los Estados Unidos cayó en cama debido a un terrible resfriado. Fue a parar en el hospital donde le informaron de su neumonía. Después de varios exámenes, los médicos nos confirmaron lo inesperado: mi abuelo tenía un cáncer avanzado en los pulmones y le quedaban tres meses de vida. Asi mismo fue.
Antes de mi abuelo, la única muerte cercana que habia presenciado o vivido fue la de su esposa, mi abuela materna. Nunca imaginé que la partida de mi abuelo me causaría tanto dolor, incluso, más que mi abuela quien siempre fue más cálida y cariñosa, tanto con su familia como con sus amigos cercanos. Mi abuelo era distante y de poco hablar. Algunos lo creían tan frío como sus ojos azules que solían perderse por horas en los periódicos que le llevábamos religiosamente cada domingo. Apenas nos saludaba con un pequeño abrazo y se sentaba en su mecedora, lejos de todos, a leer en silencio. A la hora de almorzar se paraba a buscar los guineos que había escondido en algún rincón de la casa el día anterior. Así demostraba él su cariño, con el casabe o las frutas que guardaba para sus nietos, lejos de la vista de cualquier visita que de repente se antojara de ello; y es que, en su casa las puertas siempre estuvieron abiertas y por lo tanto, su casa nunca estuvo sola.
Luego del almuerzo el terminaba de leer el periódico mientras tomaba el café que yo le había preparado. El café era lo que yo aportaba para almuerzo ya que había quien se encargaba de cocinar y lavar los platos. Mi abuelo era muy quisquilloso para sus cosas (quizás es a el que me parezco en mis manías) ya que sólo tomaba café en un jarro de aluminio –y Dios libre que algo le pasara a ese jarrito ya que debía ser el mismo- si no, rechazaba el café o se lo tomaba de mal gusto.
En la tarde, cuando el sol caribe bajaba un poco, yo iba al colmado (o pulpería como le decían en el campo) a comprar unos cacaítos (chocolates dominicanos envueltos en papel de distintos colores). Nunca se me olvidaba comprarlos y, aunque mi abuelo nunca dijo nada y tampoco los pedía, siempre procuré regalárselos porque sabía cuánto le gustaban. El los escondía en el bolsillo de su camisa para comérselo más tarde, lejos de la vista de todos. Sólo lo compartía con algún niño pequeño de su agrado; y es que le encantaba jugar con los niños y hacerle maldades.
Una tarde, despues de pasarse casi tres meses en cama, el se sentó y pudo hablar con quienes estaban presentes en su habitación (entre ellos, yo). No hablé con él, sólo lo miraba y quizás por eso no recuerde quienes estuvieron presentes en ese momento. En ese entonces el estaba comiendo muy poco puesto que su cáncer no le permitía tragar mucho. Quería darle el chocolate que traía en la mano y sin importar que me lo prohibieran, se lo puse en la mano. Para la sorpresa de todos, al verlos, él inmediatamente le quitó la envoltura y se lo comió. Nadie sabe la satisfacción que fue para mi el que mi abuelo se comiera ese chocolate. Al igual que él, yo no era muy afectuosa y me costaba mucho el mostrar mis sentimientos.
Al cabo de unos días, mi abuelo jamás volvio a hablar o pararse de la cama. Todos esperábamos lo inevitable. No sé si nos escuchaba o nos veía. Sufría mucho, lo sé. Mi madre y sus hermanas se turnaban para dormir con él. A mi también me tocó una noche. Recuerdo que dormí a sus pies, si es que acaso dormí. Su cuerpo ya no se parecía al de mi abuelo; envejeció seguido, al igual que su rostro donde los huesos se habían pronunciado y las pupilas se habían dormido.
De su muerte sólo recuerdo un grito. Un grito repentino que interrumpió la conversación de aquellos que estabamos en la terraza. Quise ir donde él pero habían cerrado la puerta de su habitación. Cuando al fin lo vi, ya tenía puesta su camisa blanca y pantalones negros. Su rostro exaltaba tranquilidad y sus manos... sus manos estaban frías, ajenas a todo recuerdo que de él tenía. Por mucho tiempo las tuve entre las mías, como queriendo decirle, a través de ellas, todo aquello que quedó sin decirse.
Creo que en vida nunca lo tomé de las manos. Nunca le dije cuánto lo amaba. Nunca le conté de mis cosas. Nunca le pregunté de las suyas. Nuestra relación era silenciosa pero siempre sentí que entre nosotros había algún entendimiento, algún secreto que guardabamos de los demás. Quizás fue placer del silencio y la soledad; o talvez algo tan simple como el amor por el chocolate.
Puedo imaginarme el dolor y la sorpresa de la familia de un reportero que, hasta hace poco, aparentemente se encontraba en buen estado de salud. Recuerdo la última vez que vi a mi abuelo de pie. Fue un sábado en la mañana cuando, antes de irse al aeropuerto, pasó por mi casa a despedirse de mi familia. Viajaba a Nueva York a visitar a sus hijos. Hasta entonces, los únicos malestares que había tenido no pasaban de ser achaques comunes de la edad y alguna que otra gripe. Apenas llegó a los Estados Unidos cayó en cama debido a un terrible resfriado. Fue a parar en el hospital donde le informaron de su neumonía. Después de varios exámenes, los médicos nos confirmaron lo inesperado: mi abuelo tenía un cáncer avanzado en los pulmones y le quedaban tres meses de vida. Asi mismo fue.
Antes de mi abuelo, la única muerte cercana que habia presenciado o vivido fue la de su esposa, mi abuela materna. Nunca imaginé que la partida de mi abuelo me causaría tanto dolor, incluso, más que mi abuela quien siempre fue más cálida y cariñosa, tanto con su familia como con sus amigos cercanos. Mi abuelo era distante y de poco hablar. Algunos lo creían tan frío como sus ojos azules que solían perderse por horas en los periódicos que le llevábamos religiosamente cada domingo. Apenas nos saludaba con un pequeño abrazo y se sentaba en su mecedora, lejos de todos, a leer en silencio. A la hora de almorzar se paraba a buscar los guineos que había escondido en algún rincón de la casa el día anterior. Así demostraba él su cariño, con el casabe o las frutas que guardaba para sus nietos, lejos de la vista de cualquier visita que de repente se antojara de ello; y es que, en su casa las puertas siempre estuvieron abiertas y por lo tanto, su casa nunca estuvo sola.
Luego del almuerzo el terminaba de leer el periódico mientras tomaba el café que yo le había preparado. El café era lo que yo aportaba para almuerzo ya que había quien se encargaba de cocinar y lavar los platos. Mi abuelo era muy quisquilloso para sus cosas (quizás es a el que me parezco en mis manías) ya que sólo tomaba café en un jarro de aluminio –y Dios libre que algo le pasara a ese jarrito ya que debía ser el mismo- si no, rechazaba el café o se lo tomaba de mal gusto.
En la tarde, cuando el sol caribe bajaba un poco, yo iba al colmado (o pulpería como le decían en el campo) a comprar unos cacaítos (chocolates dominicanos envueltos en papel de distintos colores). Nunca se me olvidaba comprarlos y, aunque mi abuelo nunca dijo nada y tampoco los pedía, siempre procuré regalárselos porque sabía cuánto le gustaban. El los escondía en el bolsillo de su camisa para comérselo más tarde, lejos de la vista de todos. Sólo lo compartía con algún niño pequeño de su agrado; y es que le encantaba jugar con los niños y hacerle maldades.
Una tarde, despues de pasarse casi tres meses en cama, el se sentó y pudo hablar con quienes estaban presentes en su habitación (entre ellos, yo). No hablé con él, sólo lo miraba y quizás por eso no recuerde quienes estuvieron presentes en ese momento. En ese entonces el estaba comiendo muy poco puesto que su cáncer no le permitía tragar mucho. Quería darle el chocolate que traía en la mano y sin importar que me lo prohibieran, se lo puse en la mano. Para la sorpresa de todos, al verlos, él inmediatamente le quitó la envoltura y se lo comió. Nadie sabe la satisfacción que fue para mi el que mi abuelo se comiera ese chocolate. Al igual que él, yo no era muy afectuosa y me costaba mucho el mostrar mis sentimientos.
Al cabo de unos días, mi abuelo jamás volvio a hablar o pararse de la cama. Todos esperábamos lo inevitable. No sé si nos escuchaba o nos veía. Sufría mucho, lo sé. Mi madre y sus hermanas se turnaban para dormir con él. A mi también me tocó una noche. Recuerdo que dormí a sus pies, si es que acaso dormí. Su cuerpo ya no se parecía al de mi abuelo; envejeció seguido, al igual que su rostro donde los huesos se habían pronunciado y las pupilas se habían dormido.
De su muerte sólo recuerdo un grito. Un grito repentino que interrumpió la conversación de aquellos que estabamos en la terraza. Quise ir donde él pero habían cerrado la puerta de su habitación. Cuando al fin lo vi, ya tenía puesta su camisa blanca y pantalones negros. Su rostro exaltaba tranquilidad y sus manos... sus manos estaban frías, ajenas a todo recuerdo que de él tenía. Por mucho tiempo las tuve entre las mías, como queriendo decirle, a través de ellas, todo aquello que quedó sin decirse.
Creo que en vida nunca lo tomé de las manos. Nunca le dije cuánto lo amaba. Nunca le conté de mis cosas. Nunca le pregunté de las suyas. Nuestra relación era silenciosa pero siempre sentí que entre nosotros había algún entendimiento, algún secreto que guardabamos de los demás. Quizás fue placer del silencio y la soledad; o talvez algo tan simple como el amor por el chocolate.
Nota: En la foto, mi abuelo, primito y yo (yo tenía algunos 14 años, mas o menos).
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Mis respetos a la familia Jennings.
Joanne me gusta como escribes.
ResponderEliminarDesde ya cuentame como uno de tus fans. Te visitare con regularidad, para leer cada vez que pongas algo nuevo.
Lo de las fotos en Flickr...son las que uso para ilustrar un par de paginas de internet que le escribo a Juan Luis.
Si visitaste mi blog en blueunicorn...que pena!...lo tenia con un monton de informaciones archivadas. pero me decidi a reconstruirlo.
Ademas te escribi un "gracias"...que me gustaria leyeras. Solo dale click a mi nik.
owo,
ResponderEliminarLa verdad Joa que al leer estas líneas me conmoviste hasta los más profundo de mi ser, yo aún teniendo a tres de mis abuelos vivos, nunca he podido demostrarle lo que siento por ellos, primero porque dos de ellos son más frios que yo, cosa que es mucho decir y segundo, tal vez la distancia. Pero lo que quería comentarte es que definitivamente aunque sé que nunca se dijeron con palabras el afecto que sentian mutuamente, estoy casi seguro que las miradas de ambos bastaron para expresarse tan hermoso sentimiento.
Con cariño,
Villy
blueunicorn,
ResponderEliminarNuevamente gracias por tus comentarios. Trataré de seguir escribiendo y no defraudarte.
Por cierto, visité tu blog y contesté la nota que me enviaste; estuvo muy linda, gracias.
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Villy,
Tu siempre tan linda....
Si, aprovecha ahora que tienes a tus abuelos. Quizás no es que sean frios, talvez no saben cómo acercarse a ti o esperan a que tu lo hagas, quizás no le has dado la oportunidad. Búscalos.
Gracias por visitarme siempre.
Besos,
Joanne
Woa! Se como te sentiste, o te sientes respecto a tu abuelo. Yo tuve un afecto muy especial con mi abuela materna, el cual aumentó en sus ultimos años de vida. Ella murio de cancer tambien
ResponderEliminarEn los dificiles momentos de mi pubertad, nunca tuve el valor de contarle cosas muy intimas que sabia que solo ella con sus canas podria aconsejar.
El dia del entierro frente a su tumba me arrepenti una y mil veces, y entendi en carne propia el valor de la frase "demasiado tarde".
Sabes que, no se si te ha pasado, pero en sueños la he vuelto a ver, casi hasta sentir, y en una ocasion muy especial de mi vida la senti al lado mio. Tan cerca que tuve que decirle desde el fondo de mi corazon que sabia que estaba contenta, pero si seguia alli me haria llorar delante de toda una iglesia repleta de gente.
Ichi